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CUENTO

Rastros

Por Danis M. Acevedo Mercado

Bajo las sombras tenues de la madrugada, en la lapidaria muerte de la noche, un rastro de cenizas de cigarrillo dejaban entrever su alucinante paso. Toda una noche fría había significado un caminar sin descanso, provisto apenas de la férrea nicotina como instrumento contra el tiritar del cuerpo. Muy pronto la luz del sol daría paso a una nueva visión del mundo y de las cosas que lo habitaban, y consecuentemente morirían otras, ya con la certeza de un sueño que les era inevitable cumplir. Comencé a creer que sus huellas serian visibles y que en adelante ya no perseguiría solo el olor de un fantasma fumador, ahora en cambio podía no solo verle en la mediana distancia, también tendría la posibilidad de matarle con mis propias manos y allí mismo desaparecer su cuerpo, al píe de un árbol, enterrarlo como abono, como la mierda que siempre fue. 

A este tipo lo conocí hace ya algunos años, en ese viejo bar del pueblo. Yo esperaba a mi jefe no solo para que me pagara mi sueldo, sino también para jugar una que otra partida de cartas, eso sí, al filo abrasador de un buen trago. Ese día que vi por primera vez a ese tal Francis supe que de algún modo algo habría de suceder con su presencia en esta vecindad pero nunca imaginé que sería precisamente conmigo tal predestinación. Supe de su nombre porque el cantinero al preguntárselo su voz ronca y de aspecto rudo respondería con suficiente esfuerzo como para que llegase a mis oídos con toda la intención de enterarme.  

<<Francis>> - fue todo lo que dijo y continuó tomando de su bebida.
 
El señor Robertson había llegado como de costumbre con su hijo Benjamín.

 

<<Toma, son 650 más la comisión de 25 por el aumento en tu producción. Si sigues así­ pronto pasarás a ser mi jefe>> - dijo Robertson mientras contoneaba su bigote tratando de denotar un carácter de hombre férreo que no le pertenecía.

Era un hombre robusto, de impasible mirada y manos rudas, casado con la honorable señora Mills y padre de Benjamín y Sara. En el pueblo se decía que era irlandés, yo nunca lo supe con certeza y nunca se lo pregunté, tal vez porque a él no le gustaba hablar de sí mismo. Yo confiaba mucho en mi jefe pero esa tarde no supe por qué me apresuré a contar el dinero que me entregaba pues él siempre fue un señor honesto y de buena reputación. 
Mientras contaba el dinero, el noble Ben se percató de la presencia del tipo extraño en la barra y no tardó en decirme

 

<<Tenga cuidado señor Saint, hay personas aquí que muy seguramente harían lo que fuera por tener en sus manos su sueldo>>.

 

La seguridad con la que el muchacho desconfiaba me asombraría tanto que pronto opté por guardar cada centavo de manera muy sigilosa, aunque fuera ya tarde y todos en aquel lugar lo habían notado. Inmediatamente después se me ocurrió sacar mi arma y colocarla sobre la mesa, a la vista de todos tal vez como único método intimidatorio que lograra alejar a todo aquel forajido que osase ir a quitarme el fruto de un arduo mes de trabajo. Ben se asustó mucho y bajo la mirada de molestia del señor Robertson volví a guardarla. 


<<Las armas no dicen cuan grande es la valentía de un hombre, es su corazón y la fuerza que hay en su espíritu lo que determina el valor no solo de defenderse a sí mismo sino también a sus semejantes>>.

 

Esas palabras dichas por mi jefe con tan significativa vehemencia elevaron a un nivel mucho más alto el respeto que sentía por él. Arrojó una carta con cierto mal humor, colocó su tabaco en el cenicero y echo fuera un poco de humo por su boca. Detrás de él, ese tal Francis continuaba impasible, parecía no tener destino y a mi derecha Ben observaba con atención el movimiento de las cartas.

 

<<Usted tiene justo la carta que necesito señor Saint>>.  

Continuará...

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